jueves, 13 de octubre de 2011

Mis bodas de plata

Queridos amigos, quiero comunicarles una gran alegría: el pasado 11 de octubre Cecilia y yo cumplimos nuestras ¡bodas de plata! Han sido 25 años de compartir esfuerzos, alegrías , tristezas, satisfacciones, frustraciones, enojos, reconciliaciones, proyectos, anhelos, sueños, en fin, la vida en todas sus facetas.

Recuerdo perfectamente ese sábado, 11 de octubre de 1986: nos casamos en Tepoztlán, Morelos (quisimos hacerle un homenaje al Che Guevara, porque según yo, allí se había casado; pero años después me enteré que donde se casó fue en Tepotzotlán, Estado de México; de todas maneras me alegro de habernos casado en Tepoztlán, porque es un lugar mágico y hermoso) y para llegar allá nos fuimos en autobús; tengo bien presente el asombro que me produjo ver a la orilla de la carretera el campo lleno de flores, como buen augurio de lo que había de venir.

Nos casamos en el registro civil. Después de la ceremonia y la firma del acta de matrimonio, salimos al balcón a lanzar el ramo de flores. Luego nos fuimos a desayunar al mercadito del pueblo y de allí, dimos un recorrido por la iglesia-museo; todo esto lo hicimos para darle tiempo a algunos invitados que no habían llegado. Después de un largo rato, por fin emprendimos la marcha hacia el cerro del Tepozteco, con la idea de celebrar nuestra boda con un día de campo. Tuvimos tanta fortuna, que encontramos un espacio desocupado con bancas de piedra, como aquella señal fundacional del águila devorando una serpiente que encontraron nuestros antepasados hace casi siete siglos.

En las mesas de piedra pusimos la comida y el vino que nuestros amigos y familiares llevaron para compartir. Como también llevamos una grabadora, una guitarra y un cuatro venezolano, inmediatamente armamos la pachanga con baile y cánticos que se extendieron durante horas. Mientras los niños corrían y jugaban en un solar contiguo, los jóvenes aventureros subían el Tepozteco, para gozar de su privilegiada vista desde la cumbre. Fue una boda post hippie, la más divertida a la que he asistido.

No recuerdo a todos quienes nos acompañaron, pero puedo mencionar a: mi profe Ernesto Flores, a Jaime Pontones y Pily, a Lalo Díaz, a Ariadna Welter y Eduardo Gleason, a Eduardo y Lorenza Welter, a su mamá y su esposo, a Chela y Enrique, a Adriana, a Jorge el primo de Cecilia, a Luis y Estela, a Julieta e Israel, a mi mamá y a mi suegra, a Georgina, Manuel y Alejandra, al borrachito sonriente que se coló a la fiesta (nunca faltan los colados jajajaja) y, en fin, tanta gente querida; por desgracia algunos de ellos ya no están con nosotros.

Me gustaría volver a reunirnos al pie del Tepozteco con todos ellos y con los nuevos amigos que la vida nos ha regalado, con nuestras hijas y con los nuevos integrantes de la familia para refrendar el amor entre Cecilia y yo, para cantar y bailar de nuevo con todos ustedes, plenos de alegría y esperanza por la vida y el futuro. "Solo el amor convierte en milagro el barro". Estás condialmente invitada/o.


miércoles, 15 de junio de 2011

La vida sigue igual

Estaba en secundaria cuando Julio Iglesias comenzó a sonar en la radio con gran éxito. Las dos primeras canciones que recuerdo de él son “Wendolyne” y “La vida sigue igual”. Esta última, en particular, me parece que es la más rescatable del autor por la profundidad de su mensaje y porque refleja perfectamente los contrastes de la vida, las dos caras de la moneda. En las tres semanas recientes me acordé mucho de esta canción porque viví experiencias muy contradictorias que, si me permiten, me gustaría compartirles.

La primera fue la presentación de mi libro a finales de mayo. Cuando comencé, sólo habían dos personas: Pedro Ortega, un amigo del Departamento de Comunicación, y Hebe Rosell, cantante y musicoterapeuta. Pocos minutos después del inicio, Hebe se retiró, así que Pedro se quedó solito, rodeado por decenas de sillas vacías. Poco a poco fue llegando más gente, y aunque no hubo lleno absoluto, al final nos acompañaron entre 20 y 25 personas. Por cierto, ese mismo día, por la mañana, el amigo que me acompaña con su guitarra y voz me avisó que no podía ir; intenté conseguir un relevo, pero todo fue en vano. Tuve que usar un plan B: llevar música grabada, para alternarla con la lectura de pasajes del libro. Por si fuera poco, mi esposa no pudo acompañarme porque estaba muy enferma y mis hijas fueron a un concierto al que esperaban ir desde meses atrás. Total que pude salir del compromiso y, a pesar de todos los inconvenientes, fue una experiencia gratificante.

Unos que nacen otros morirán,

unos que ríen otros llorarán.

Aguas y cauces, ríos y mar,

penas y glorias, guerras y paz.

Por esos mismos días, me enteré del problema de salud de Luchita Tapia, excompañera de Servicios Escolares y gran amiga de mi familia. Luchita trabajó muchos años en la Ibero, creo que 40 o más, y era algo así como la memoria viva de la oficina. Cualquier duda que tuviera el Jefe de Tramitación Escolar, el Director o Directora, o bien algún alumno del precámbrico inferior, Luchita tenía siempre, además de la respuesta, una sonrisa a veces contenida, a veces franca y abierta. Era como la hermana mayor de la familia de Servicios Escolares: invariablemente tenía un consejo o una recomendación que hacernos a sus “hermanitos” menores. Con ella compartí no sólo el trabajo, sino también la lucha sindical y las broncas al interior de la oficina. No siempre coincidimos en nuestras posturas o puntos de vista, y a veces nos agarramos del chongo en las discusiones, pero el cariño que nos tuvimos siempre sacó adelante nuestra relación de amistad. Cuando me enteré de su muerte no pude digerirlo inmediatamente. Fue al paso de los días que su terrible pérdida me golpeó sin piedad. Recordé cuánta razón tuvo Alberto Cortés cuando escribió su canción: “Cuando un amigo se va / queda un espacio vacío / que no lo puede llenar / la llegada de otro amigo”.

Siempre hay por quién vivir y a quién amar.

Siempre hay por qué vivir, por qué luchar.

Al final, las obras quedan las gentes se van,

otros que vienen las continuarán, la vida sigue igual.

Unos días después, tuvimos el último examen de admisión de este semestre, y como soy el responsable operativo, no podía faltar. El problema es que ese mismo día, por la noche, era la graduación de Ilse, mi hija mayor, quien terminó su licenciatura en la UNAM, y tanto la ceremonia como la fiesta eran en Cuernavaca, así que tuve que irme antes de que terminara el examen de admisión, correr a la Terminal de Autobuses de Taxqueña, no morir de impaciencia por el tráfico que hay a la salida a Cuernabaches y arreglarme para estar lo mejor presentable a ese gran acontecimiento familiar. Por fortuna, pude resolver los problemas que se presentaron durante el examen de admisión, llegué a tiempo a Cuernavaca y, lo mejor, pude disfrutar ampliamente la graduación de mi hija.

Pocos amigos que son de verdad,

cuántos te halagan si triunfando estás,

y si fracasas bien comprenderás

los buenos quedan los demás se van.

A los pocos días, tuve una nueva pérdida: mi tía Betty, la última de los cuatro hermanos Torres Ortíz (mi mamá, mi tío Pepe, mi tío Raúl y Bertha), falleció después de estar varios días hospitalizada por problemas del estómago, el páncreas, los pulmones, en fin, esas situaciones en que los órganos comienzan a fallar hasta el desenlace fatal. Pude verla la noche anterior a su partida: aunque estaba inconsciente le hablé, le dije cuánto la queríamos sus sobrinos (ella y mi tío Chavo no tuvieron hijos), traté de animarla, le di besitos, en fin, sin saberlo me despedí de ella, porque horas después falleció. No me gusta ir a los velorios, pero en los años recientes ha sido el único punto de encuentro con familiares. Por desgracia, en los tiempos actuales, por el trabajo, los compromisos o las obligaciones dejamos de ver a la familia, a los amigos y a la gente querida. Creo que esa es una lección que tenemos que aprender: démonos tiempo de ver a nuestra madre, a nuestro padre, a nuestros hermanos, a nuestros amigos; aunque sea una llamada, aunque sea un mensajito por el celular. Decirles cuánto les queremos., que se nos quite esa absurda vergüenza entre hombres y atrevernos a decirle a nuestro padre, a nuestro hermano, a nuestro tío y a nuestro primo que lo queremos, que lo amamos. No sabemos cuántos nos van a durar, hasta cuándo nos van a acompañar. Pocas cosas tan insoportables como los remordimientos por lo que no hicimos y no dijimos a tiempo.

Siempre hay por quién vivir y a quién amar.

Siempre hay por qué vivir, por qué luchar.

Al final, las obras quedan las gentes se van,

otros que vienen las continuarán, la vida sigue igual.

Y ya, para terminar, hace unos días el péndulo corrió al otro extremo: Erika, mi hija menor, cumplió su mayoría de edad. Por supuesto que fuimos a celebrarlo y qué mejor que en un lugar que ella misma escogió: Pepperland, un restorán-bar de la Zona Rosa con un ambiente Beatlero, con música en vivo y muy buena onda. Nos acompañaron algunos amigos de ella, de la familia, de mi hija Ilse, mi yerno, en fin, una veintena de locos, que disfrutamos mucho ese momento. Porque así es la vida: llena de momentos para gozar y para sufrir, para llorar y para reír, para festejar y para recogernos. Lo importante es compartir.

Les mando un fuerte abrazo.

Eduardo

miércoles, 27 de abril de 2011

Hoy, hace 30 años...

…entré a trabajar a la UIA. Así es, el 27 de abril de 1981 fue mi primer día de trabajo en la Ibero. Si me permiten, y tienen tiempo y paciencia, quisiera platicarles esa historia de mi vida.

A finales de 1980 tenía una novia (como cantaba Napoleón, “Ella se llamaba Martha”) a la que maltrataban su padre y sus hermanos, típicos machos mexicanos. Una ocasión, cansada de sus golpes, me dijo: “Lalo, ya no aguanto más. Me voy a escapar de mi casa”. Y yo, como si me hubiera dicho “Vamos al pan”, le respondí, más fresco que una lechuza, digo, lechuga: “Pues te acompaño”…

En esa época yo estudiaba en la UNAM la licenciatura en Geografía, en la maravillosa Facultad de Filosofía y Letras. Iba como en cuarto semestre y lo único que quería era encontrarle sentido a mi vida, hacer algo útil por los demás. Y esa confesión de Martha me ofrecía la oportunidad de hacer algo por ella: acompañarla, cuidarla, protegerla. Yo le propuse ir a Zacatecas, con unos tíos que tengo allá, pero ella prefirió ir a Oaxaca, con unos tíos suyos.

Y así fue que en la madrugada de un día, a principios de 1981, después de dejarle una carta a mis padres en la que me despedía de ellos y les explicaba que no se preocuparan por mí, sin decirles con quién ni a dónde me iba, llegué a la TAPO con Martha y con unos cuantos pesos que pude reunir, para irnos a Pinotepa Nacional. De allí, tomamos otro camión, hasta un pueblito perdido en la serranía: Huaxpaltepec. Los tíos de Martha nos recibieron con sorpresa, pero también con generosidad: nos brindaron comida y un cuartito donde dormir. En cuanto nos quedamos solos, Martha y yo hablamos y acordamos una cosa: que nos cuidaríamos de no hacer nada que complicara nuestra situación, ya de por sí delicada. Uséase, pacto de abstinencia y castidad jajajaja

De inmediato intenté colocarme de maestro en alguna escuela, pero no llevaba papeles que acreditaran mis estudios. Martha tampoco llevó nada. Ninguno de los dos pensó en ese “pequeño” detalle. En lo que conseguía algún trabajo fijo, me puse a chambear en los camiones que llevan a la gente a los distintos poblados. Ya saben: son camiones de redilas, donde la gente va parada en la cabina de carga, agarrándose como pueda. Yo les ayudaba a subir y a bajar, a gritos les avisaba a dónde íbamos, a dónde habíamos llegado, en fin… Martha buscó trabajo de secretaria o recepcionista, de lo que fuera, pero pasaban los días sin que consiguiéramos nada. Nuestro gran problema, además de la falta de papeles, era la inexperiencia. A los pocos días, el poco dinero que teníamos se nos terminó.

Así las cosas, un día fuimos a la única casa del pueblito donde había teléfono, a llamarle a mis papás para que me mandaran dinero. En esa casita anotaban en una libreta las llamadas que hacían los vecinos, a dónde habían llamado y cuánto tiempo duró. De manera providencial, vimos que en la libreta estaba anotado que la tía de Martha había llamado al teléfono de sus papás (los de Martha). De inmediato nos dimos cuenta que nos había echado de cabeza.

Repuestos de la sorpresa, llamé a mi casa. Me respondió mi papá y le pedí que me mandara dinero, pero él me preguntó dónde estaba y me dijo que lo esperáramos allá, que él iría por nosotros. Esa misma noche realizamos la segunda fuga en menos de una semana, pero en esta ocasión lo hicimos en la oscuridad de la noche, mientras los perros nos ladraban y los niños nos perseguían gritando “¡Se escapan, se escapan!”. La verdad nos dolió irnos porque durante los días que estuvimos allí, convivimos mucho con los niños, jugando, cantando, platicando…

No recuerdo cómo, pero esa misma noche llegamos a Pinotepa Nacional, y pasamos una de las noches más largas y pesadas de mi vida. Al día siguiente mi papá nos encontró. Obviamente me dio una regañada fenomenal y me contó que el papá de Martha había ido a nuestra casa con la amenaza de que iba a matarme por haber “puesto en vergüenza a su familia”. Nos regresamos con él al DF y llegamos clandestinos a mi casa. Allí duramos varios días escondidos, hasta que mi mamá habló con los papás de Martha y se organizó un encuentro familiar para aclarar las cosas, que a la hora de la hora parecía un juicio sumario, porque los papás de ella a cada rato nos preguntaban: “¿Hicieron algo de de lo que tengan que arrepentirse?”, o bien, “Martha, ¿pero de verdad no hicieron nada malo?”, y nosotros no y no y no, porque en verdad nada había pasado. Pero fue una situación muy vergonzosa, humillante. Pero parece que era el precio que había que pagar para que “nos perdonaran”.

Al final de la reunión, quedamos que nos casaríamos lo más pronto posible. En lo que se realizaba la boda, Martha regresó a casa de sus papás donde, por cierto, ya no volvieron a ponerle un dedo encima ni a gritarle. Por mi parte, me comprometí a buscar un trabajo para sostener nuestro hogar. A los pocos días entré a trabajar una compañía de avalúos industriales de un tío, mientras reanudaba mis estudios en la UNAM.

Un día, mi hermana Gabriela, que trabajaba en la Dirección de Servicios Escolares de la Ibero, me dijo que habían creado un nuevo puesto, pero que nadie lo quería, ni en Escalafón ni en Bolsa de Trabajo, porque tenía un horario muy raro: de 10:00 a 14:00 y de 17:00 a 22:00 horas. La verdad no me convencía entrar a trabajar a la UIA (“pinche universidad de burgueses”, pensaba), pero finalmente acepté por dos razones: la primera, porque me quedaba a dos minutos caminando (vivíamos a espaldas de la vieja Ibero, sólo tenía que cruzar un camellón) y la segunda, porque ese horario me daría chance de seguir estudiando en la UNAM. Así fue que entré a la Ibero, “en lo que encuentro un buen trabajo”…

Llené mi solicitud de trabajo y la del sindicato. Todo fluyó sin contratiempos: a los pocos días estaba resuelto el asunto de la contratación y me avisaron que comenzaría a trabajar el 27 de abril de ese año 81. Supongo que cuando llegué al trabajo mi hermana me presentó con el entonces director de Servicios Escolares, el maestro Baldomero Carrera, y con mi jefe, Jacinto Silva. Este último me llevó a un escritorio donde estaba trabajando una muchacha, y me dijo que allí me quedara, en lo que me conseguían un lugar para mí. La chica ni volteó a verme, estaba con la cabeza agachada, concentrada en su labor. Yo me quedé petrificado, extasiado, embelesado. Jóvenes ilustres, aunque ustedes no lo crean, fue AMOR A PRIMERA VISTA. Ha sido la primera y la única vez que viví algo así.

A los pocos días hablé con Martha y le dije que ya no me iba a casar con ella porque me había enamorado de otra muchacha. Ella lo aceptó con tranquilidad, no me hizo ninguna escena dramática o chantaje. Pero yo me quedé con la impresión de que la había lastimado profundamente. La busqué, preguntaba por ella para saber cómo estaba, hasta que un día uno de sus hermanos me dijo: “Lalo, si de verdad quieres su bienestar, ya no la busques”. Y hasta allí llegó esa historia por la que entré a trabajar a la UIA.

Pero déjenme agregar unas cuantas cositas más. A lo largo de estos 30 años he hecho un poco de todo: estudié la licenciatura en Comunicación; comencé (pero no terminé) la maestría en Letras Modernas; he tenido varios ascensos (de Auxiliar B pasé a Auxiliar A, luego a Coordinador, después a Jefe de Medios y ahora, desde hace 14 años, como Jefe de Admisión); me involucré en diversas actividades sindicales (formé parte de algunas comisiones, del Comité de Huelga y del Comité Ejecutivo); he dado algunas clases (Introducción al Problema Social e Investigación de la Comunicación I); organicé actividades como las “Jornadas de Reflexión sobre la Guerra”, en 1990, y un ciclo de videos sobre la guerra en Chiapas, en 1995; produje y conduje durante tres años y medio un programa en Radio Ibero...

Le debo mucho a la UIA: aquí he logrado amores y amistades, he encontrado un espacio de libertad y de realización. He conocido a compañeros con quienes compartir el día a día, las clases de zumba, las bromas, los sueños e ilusiones, las dudas y las certezas existenciales, y esta nueva forma de comunicación que es la de los correos electrónicos, los blogs y el féisbug. Parafraseando a la gran compositora chilena Violeta Parra, puedo decir sin tapujos:

“GRACIAS A LA IBERO, QUE ME HA DADO TANTO”.

Abrazos y gracias por llegar hasta aquí.

Eduardo