miércoles, 15 de junio de 2011

La vida sigue igual

Estaba en secundaria cuando Julio Iglesias comenzó a sonar en la radio con gran éxito. Las dos primeras canciones que recuerdo de él son “Wendolyne” y “La vida sigue igual”. Esta última, en particular, me parece que es la más rescatable del autor por la profundidad de su mensaje y porque refleja perfectamente los contrastes de la vida, las dos caras de la moneda. En las tres semanas recientes me acordé mucho de esta canción porque viví experiencias muy contradictorias que, si me permiten, me gustaría compartirles.

La primera fue la presentación de mi libro a finales de mayo. Cuando comencé, sólo habían dos personas: Pedro Ortega, un amigo del Departamento de Comunicación, y Hebe Rosell, cantante y musicoterapeuta. Pocos minutos después del inicio, Hebe se retiró, así que Pedro se quedó solito, rodeado por decenas de sillas vacías. Poco a poco fue llegando más gente, y aunque no hubo lleno absoluto, al final nos acompañaron entre 20 y 25 personas. Por cierto, ese mismo día, por la mañana, el amigo que me acompaña con su guitarra y voz me avisó que no podía ir; intenté conseguir un relevo, pero todo fue en vano. Tuve que usar un plan B: llevar música grabada, para alternarla con la lectura de pasajes del libro. Por si fuera poco, mi esposa no pudo acompañarme porque estaba muy enferma y mis hijas fueron a un concierto al que esperaban ir desde meses atrás. Total que pude salir del compromiso y, a pesar de todos los inconvenientes, fue una experiencia gratificante.

Unos que nacen otros morirán,

unos que ríen otros llorarán.

Aguas y cauces, ríos y mar,

penas y glorias, guerras y paz.

Por esos mismos días, me enteré del problema de salud de Luchita Tapia, excompañera de Servicios Escolares y gran amiga de mi familia. Luchita trabajó muchos años en la Ibero, creo que 40 o más, y era algo así como la memoria viva de la oficina. Cualquier duda que tuviera el Jefe de Tramitación Escolar, el Director o Directora, o bien algún alumno del precámbrico inferior, Luchita tenía siempre, además de la respuesta, una sonrisa a veces contenida, a veces franca y abierta. Era como la hermana mayor de la familia de Servicios Escolares: invariablemente tenía un consejo o una recomendación que hacernos a sus “hermanitos” menores. Con ella compartí no sólo el trabajo, sino también la lucha sindical y las broncas al interior de la oficina. No siempre coincidimos en nuestras posturas o puntos de vista, y a veces nos agarramos del chongo en las discusiones, pero el cariño que nos tuvimos siempre sacó adelante nuestra relación de amistad. Cuando me enteré de su muerte no pude digerirlo inmediatamente. Fue al paso de los días que su terrible pérdida me golpeó sin piedad. Recordé cuánta razón tuvo Alberto Cortés cuando escribió su canción: “Cuando un amigo se va / queda un espacio vacío / que no lo puede llenar / la llegada de otro amigo”.

Siempre hay por quién vivir y a quién amar.

Siempre hay por qué vivir, por qué luchar.

Al final, las obras quedan las gentes se van,

otros que vienen las continuarán, la vida sigue igual.

Unos días después, tuvimos el último examen de admisión de este semestre, y como soy el responsable operativo, no podía faltar. El problema es que ese mismo día, por la noche, era la graduación de Ilse, mi hija mayor, quien terminó su licenciatura en la UNAM, y tanto la ceremonia como la fiesta eran en Cuernavaca, así que tuve que irme antes de que terminara el examen de admisión, correr a la Terminal de Autobuses de Taxqueña, no morir de impaciencia por el tráfico que hay a la salida a Cuernabaches y arreglarme para estar lo mejor presentable a ese gran acontecimiento familiar. Por fortuna, pude resolver los problemas que se presentaron durante el examen de admisión, llegué a tiempo a Cuernavaca y, lo mejor, pude disfrutar ampliamente la graduación de mi hija.

Pocos amigos que son de verdad,

cuántos te halagan si triunfando estás,

y si fracasas bien comprenderás

los buenos quedan los demás se van.

A los pocos días, tuve una nueva pérdida: mi tía Betty, la última de los cuatro hermanos Torres Ortíz (mi mamá, mi tío Pepe, mi tío Raúl y Bertha), falleció después de estar varios días hospitalizada por problemas del estómago, el páncreas, los pulmones, en fin, esas situaciones en que los órganos comienzan a fallar hasta el desenlace fatal. Pude verla la noche anterior a su partida: aunque estaba inconsciente le hablé, le dije cuánto la queríamos sus sobrinos (ella y mi tío Chavo no tuvieron hijos), traté de animarla, le di besitos, en fin, sin saberlo me despedí de ella, porque horas después falleció. No me gusta ir a los velorios, pero en los años recientes ha sido el único punto de encuentro con familiares. Por desgracia, en los tiempos actuales, por el trabajo, los compromisos o las obligaciones dejamos de ver a la familia, a los amigos y a la gente querida. Creo que esa es una lección que tenemos que aprender: démonos tiempo de ver a nuestra madre, a nuestro padre, a nuestros hermanos, a nuestros amigos; aunque sea una llamada, aunque sea un mensajito por el celular. Decirles cuánto les queremos., que se nos quite esa absurda vergüenza entre hombres y atrevernos a decirle a nuestro padre, a nuestro hermano, a nuestro tío y a nuestro primo que lo queremos, que lo amamos. No sabemos cuántos nos van a durar, hasta cuándo nos van a acompañar. Pocas cosas tan insoportables como los remordimientos por lo que no hicimos y no dijimos a tiempo.

Siempre hay por quién vivir y a quién amar.

Siempre hay por qué vivir, por qué luchar.

Al final, las obras quedan las gentes se van,

otros que vienen las continuarán, la vida sigue igual.

Y ya, para terminar, hace unos días el péndulo corrió al otro extremo: Erika, mi hija menor, cumplió su mayoría de edad. Por supuesto que fuimos a celebrarlo y qué mejor que en un lugar que ella misma escogió: Pepperland, un restorán-bar de la Zona Rosa con un ambiente Beatlero, con música en vivo y muy buena onda. Nos acompañaron algunos amigos de ella, de la familia, de mi hija Ilse, mi yerno, en fin, una veintena de locos, que disfrutamos mucho ese momento. Porque así es la vida: llena de momentos para gozar y para sufrir, para llorar y para reír, para festejar y para recogernos. Lo importante es compartir.

Les mando un fuerte abrazo.

Eduardo